Un día le encontré allí escondido; dijo que nunca más saldría. Él cumple sus promesas.
Siempre he creído de principio a fin cualquier cosa que me ha dicho. Nunca, jamás, miente.Toda la vida he sentido la seguridad de saber a qué atenerme, por él.
El mismo día en que yo, como los otros niños de mi edad, juré acercarme más a Dios; dijo que sacaría los ojos a todas mis muñecas. Afortunadamente, yo sólo tenía dos nenas rubias muy formales; unas silenciosas e inmóviles gemelas. Mis "rubitas", que lucían sendos vestidos del color del cielo, de una semejanza terminante a su cristalina, indefinida e inalterable mirada. Él siempre cumple sus promesas.
El tesoro de esas cuatro canicas azules fue suyo; esos dos pares de redonditas e inertes bolas cayeron sin otra posibilidad que la de rodar.Terminó rápido con la cirugía, dejándome un hospital de invidentes crónicas que olvidar en mi armario de juguetes.
Mi peor pesadilla y no la última, sucedió una larga, intranquila y oscura noche cualquiera, fue un terror indiscutible y paralizante, una ilusión de monstruos de hollín y espejos y de una soledad cierta. Incapaz de hablar, no conseguía dejar de temblar, creo que fue el castañeteo lo que le despertó. Preocupado por mí, y para conseguir tranquilizarme dijo que "siempre" me acompañaría, que lo haría hasta el final, que nunca me dejaría sola. Mi hermano cumple sus promesas.
Acordamos que estaría a mi lado en todo momento y "sólo" me dejaría cuando repitiese diez veces que ya no era necesario, que ya pasó, pero debía hacerlo con mi semblante más sincero, no debía caber lugar a la duda.
Ese día entró silencioso en mi clase y se quedó camuflado entre el azul marino de la fila de abrigos del perchero durante la hora de: religión, lengua, recreo, mates y mates. Salió de mi mano a la hora de comer, tranquilo y satisfecho, había conseguido un buen botín de cromos y chapas del sinfín de bolsillos expoliados. Sólo al final del día, cuando nuestra madre recibió una llamada de la directora y entraron en clase preguntando por él, pude convencerle de que abandonase el refugio del perchero.
Le castigaron sin salir al jardín durante dos semanas. Fue entonces necesario repetir las pactadas diez veces con mi más convincente cara de ángel y un extra de argumentos convincentes, frente el armario de lunas de mi abuela (siempre se descubre a un mentiroso frente al espejo, dijo) para demostrar que ya no era necesaria su compañía constante, que podía volver a asistir a sus clases. Ahora sería yo quien le acompañase en su castigo, quedándome con él en casa hasta que pudiese concluir por completo su misión: alejar mi mente de pesadillas heladas y monstruos con olor a chamusquina.
Cuando años más tarde me dijo que nunca más volvería a salir de allí, supimos que era definitivo. Tuve que ingeniármelas para conseguir mediante un fino artilugio de poleas y la imprescindible ayuda de una discreta casa de mudanzas, desplazar hasta el jardín el pesado armario de lunas ya heredado que había elegido como destino último, para nunca llegar a mentir.
Con paciencia y sumo cuidado, lo fui desarmando, lo deshojé como los pétalos de una flor. Fui construyendo, con mimo, un armario algo más grande por el que se pudiese caminar. Le diseñé un patio y anexo al patio un retrete con lavabo. Planté un árbol y flores, y volví a cerrarlo despacio; encajando cada pieza multiplicada, con el esmero de un miniaturista.
Por las tardes, yo entraba por la puerta de luna y nos sentábamos allí dentro a charlar. Leímos juntos, uno a uno, todos los libros de nuestra particular biblioteca.
Un día por la noche, cuando ya me marchaba, se despidió de mí y dijo que era para siempre, se marchaba, no volvería. Le recordé que entonces no cumpliría su promesa de no salir nunca más de allí.
Aspiro ahora el olor áspero de la madrugada y entre mis más agitados y primordiales sueños recurrentes, le veo ascender, elevarse ingrávido hasta desaparecer como parte de las templadas volutas de humo de la brillante hoguera, en la que ha mudado, para siempre, el acogedor armario de lunas.
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