Podría haber sucedido en cualquier otro lugar, cualquier otro día, a cualquier otra persona. Pero era yo quien pasaba por allí aquel día, a aquella hora. Londres, 23 de Febrero de 1995, las 15:47 (minuto más, minuto menos), sonó el teléfono y lo cogí.
¿Quién demonios llama al teléfono a una cabina? Alguien desesperado, mucho; alguien que necesita hablar con “cualquiera”.
Yo ese día era cualquiera, más cualquiera que nunca, queriendo ser alguien, cualquiera. Ni más ni menos, una cualquiera paseando por Londres, sin rumbo, como podría pasear por Beijing, Molina de Segura o Mondragón. Sí, de verdad, Mondragón, hay quien lo elige como destino, hay quien viene de viaje a Europa y fija allí su residencia, durante meses, en el mismo Mondragón; Mondragón "city center". Pero, esto no viene al caso, al caso viene que yo estaba en Londres, siendo más cualquiera que nunca hasta ese momento (luego he tenido oportunidad de serlo más).
Y llegados al punto de ser cualquiera, se puede llegar a ser también cualquier otra cosa. Juro que se abren infinitas posibilidades, no hay muchas cosas que en principio te lo impidan.
Te colocas ahí, en la encrucijada y…, ¿lo tomas o lo dejas? Yo lo tomo. Casi todo el mundo que conozco elegiría la segunda opción. Error. Cuando has sido cualquiera, puedes volver a serlo en cuanto se vuelva a celebrar la ocasión: tiene sus ventajas y algún inconveniente, pero menor. Además, lo sepas o no, todos somos cualquiera y sólo esperamos tras la esquina el momento de advertirlo. Sí, una ocasión aguarda agazapada para que se abran las infinitas, auténticas y enormes posibilidades. El mundo a tus pies para pisarlo, patearlo o hacer filigranas como un futbolista de élite.
Estábamos ante una cabina que suena en invierno, en una fría y húmeda ciudad extraña, tras una Navidad desconocida, siendo muy cualquiera, más que nunca.
- ¿Diga?
¿Cómo que diga? ¿No estábamos en Londres? Pues sí, pero una o un cualquiera, puede contestar ¿aló..?, ¿diga..?, ¿mande..?, lo que quiera, donde y cuando quiera. ¿Quién lo impide? Además, Londres es una ciudad cosmopolita y si llamas a una cabina te pueden contestar en pakistaní, en amárico o incluso en inglés con acento del West End, que no sé que es peor. Por supuesto, el otro cualquiera al otro lado de la línea... (y en este punto me pregunto: la línea, la línea de teléfono…, me pregunto, -y no sé si es pertinente-, bien..., es una línea, pero, ¿una línea curva o una línea recta? No sé, podría ser una línea paralela, divisoria, imaginaria..., y en ese caso…) Bueno, decía que el otro cualquiera, el emisor, me contesta en inglés. Y..., ¿qué sería lo que me contestó?. Vete tú a saber. No sería cuestión de vida o muerte. Si no lo recordaría y juro que hoy armaría el relato con la respuesta. ¿Qué motivo voy a tener yo para ocultarlo?
Bueno, dejé de ser cualquiera. ¿Treinta, sesenta segundos? ¿Qué importancia tiene el tiempo? Cuando eres cualquiera, lo que sí es importante de vez en cuando es dejar de serlo o, puedes empezar a elevarte como un globo de helio y llegar a algún lugar impreciso donde pinches o desaparezcas (que tampoco sé que es peor). Y, ¡vaya!, ponte en situación... Alguien que no te conoce, en ese preciso instante está poniendo su futuro más inmediato en tus manos. ¿Es o no, una oportunidad? ¿No resulta la cosa como para tomárselo en serio?
Bueno, el emisor en cuestión pregunta en inglés (pongamos que pregunta por una tal Priscilla, que podría ser, siendo en Londres) y tú (en este caso fui yo), le dices que se ha confundido. La tal Priscilla, una hija de su madre, le dio un teléfono que ella creía inexistente y, resultó ser el de una cabina de Londres, justo al ladito de donde termina el Tower Bridge y empiezan los “wharf”…. ¡Un lugar increíble, te encantaría! Búscalo si vas a Londres. Un lugar… ¿Qué se yo? ¿Cómo lo explico? El adjetivo “especial” de usado ya no explica. Yo diría potente. Sí, en dos sentidos: puede ser cualquier cosa y esa cosa cualquiera, a lo bestia. Al menos puedes verlo así, si eres una cualquiera con frío y el resto de tu vida por delante.
Y ¿quién se pregunta hoy como habrá sido la vida de mi casi simétrico cualquiera al otro lado de la línea imaginaria de teléfono? ¿Se sintió, también él, cualquiera, en ese momento? ¿Descifró la ecuación siniestra y potente de que cualquiera puede ser cualquiera? ¿En cualquier lugar? Esta es una posibilidad que orbita, siempre está ahí, siempre.
Pues mucho más no duró la conversación, lo juro. Pero todavía hoy lo recuerdo.
Lo recuerdo hoy, que sigo o vuelvo a ser cualquiera y aún tengo cierta memoria (a base de frotar la lámpara) y desde hace un rato ganas de escribir. Y me viene a la cabeza, justo en este instante, que con cuarenta y cuatro años también se puede ser cualquiera, recordar estupideces y abrir la lata de sardinas por donde te de la gana; si te manchas o te cortas los dedos es tu problema.
Y… cómo jode, sí, como jode que te empiecen a contar una historia que podría ser un misterio (y más en Londres) que te acercase un rato a la intriga de las puertas que se abren en el tiempo y el espacio y, sin embargo, termine en las ridículas y absurdas disquisiciones mentales de una estúpida pre menopáusica a la que, justo hoy, le entraron ganas de escribir.
A que sí, a que jode.
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