Cabía esperar mucho tequila, lenguas
inflamadas tratando de farfullar lo mejor y lo peor de estos últimos años. Cabía
esperar risas entrecruzadas con lugares comunes, teoría y consejos gratis de lo
que espera al siguiente al que le den o se atreva a dar el paso a las camisas arrugadas y la nevera inhóspita. Cabía esperar bromas de buen
y mal gusto, babeos compulsivos; muy bajo control al movimiento hipnótico y
preciso de un incitante trasero profesional. Gallos en un corral exhibiendo
plumaje, eso es lo que hoy cabía esperar.
Pero a veces uno no espera y sucede algo que acecha agazapado, algo cierto.
A veces sólo un día más es suficiente, y una decisión menos bastaría. Otro aburrido día más sería suficiente para no ver la farsa dramática y definitiva que María me guardaba para mojar temprano en el café, esa demencial mascarada, empapada en el confín de una lágrima trémula que no dejó caer y aún vibra, salada y sola, columpiándose en el simulacro. Sólo un maldito día más en la prudencia del hombre recto que no narcotiza su angustia habría bastado.
A veces las puntas de lanza son arpones; penetrada la carne cumplen su misión; se enganchan, desgarran y no sueltan. Es algo que uno no teme, no espera.
Llevo hacia atrás la cinta, necesito recorrerla, una y otra vez... en algunos tramos se atasca, roza áspera y forzada...
Porque entiendo que irse de allí y seguir la juerga era oportuno, meter la marcha atrás y acelerar a fondo a esas horas era un juego, y cegarse con el retrovisor creo que podía haber sido una buena excusa. Tanto como asustarse ante la resistencia de la rueda tras el golpe ahogado, y volverse con terror, para constatar que no existe, que no ha pasado, que el instante previo no ha existido. Y en lugar de eso, tras el resplandor de los focos y el fuerte golpe, aquellas alas negras en la oscuridad de la solitaria cabina de la furgoneta, alas negras abrazando un pánico infantil ya huérfano, en un instante imposible.
Y un único, un pequeño cambio, tan solo un eslabón menos en la cadena de lo que uno no espera, sólo uno menos, podría haber frenado la verdad implacable. Una mujer leal, un amigo al que le importa, cerveza y no tequila, esperar el taxi... Quizá un hombre con su hija rendida de sueño que decide abandonar la idea de parar a comprar tabaco, que decide no hacerlo en un local sórdido de carretera, que no abandona el coche con el motor en marcha y los faros encendidos como flexos deslumbrantes de interrogatorio que no hay forma de esquivar.
Pero no, y es que la diferencia, la gota que rebasa y precipita, lo que no cabe esperar, son esos tiernos ojos de desamparo que no deben poder abrirse al oír un golpe fuerte y sordo, que no deben querer mirar un repentino bulto inerte, esa infantil seguridad arrebatada de pronto. La consternación de unos ojos que deberían estar cerrados, que no deberían ser hoy un pozo oscuro, el fatal abismo que allí aguardaba, el que no cabía esperar.
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